sábado, 9 de noviembre de 2019

La Rubia y el Demonio.




Cuando a Juan Rulfo le preguntaban el por qué hacía tanto tiempo que no escribía nada, decía: Porque la gente que me contaba las historias, se murió.


Hace bastantes años, cuando el negocio de la compra-venta de autos de importación era un negocio próspero, lo ejercía con regularidad y era básicamente la fuente principal de mis ingresos.

En aquel entonces tenía como clientes asiduos a una familia que vivía en La Paz, B.C.S. A lo largo del año adquirían varias unidades, las cuales como parte del servicio tenía que entregar personalmente en esa ciudad.

Un día, recuerdo, me pidieron una camioneta Ford, la cual sería el regalo de cumpleaños para la hija mayor, que en aquellos tiempos cumplía la mayoría de edad. Para no variar me encontraba saturado de trabajo, así que puse la camioneta a punto, mecánica y estéticamente, tomé los documentos y partí rumbo a la ciudad de La Paz. No era una faena sencilla, ya que tuve que salir de madrugada para poder llegar a mi destino ya entrada la tarde y poder cumplir el compromiso de la entrega a tiempo.

Manejar durante prácticamente toda la noche cobra su precio. En la mañana circulaba ya por el pequeño poblado de Mulegé en donde me detuve en una fonda a desayunar y refrescarme, comí unos chilaquiles desabridos y tres tazas de café amargo. Al retomar mi camino me encontré con un par de sujetos que seguramente notaron mi cansancio y amablemente me pidieron un aventón a La Paz. Evidentemente mi cabeza no trabajaba adecuadamente en esos momentos, porque ignorando mis propios protocolos de seguridad accedí a llevarlos. Al conducir rumbo a Loreto fueron lentamente despertando mi cerebro y mis sentidos, y tuve la suficiente conciencia para darme cuenta de mi grave error. Los dos sujetos que ahora eran mis copilotos tenían una pinta de delincuentes que resultaba difícil no percibir, como decía mi tío, no tenían cara de sospechosos ¡tenían cara de culpables! Creo que mis alarmas se prendieron al escuchar las preguntas que salían de este par de sujetos, en realidad no eran las típicas preguntas que se le hacen a un extraño con el cual se quiere entablar una conversación, más que ello parecían un cuestionario de evaluación del prospecto a cliente.

A partir de ese momento mi cerebro empezó a trabajar con la única idea de encontrar una salida a este problema al que mi estupidez me había llevado.
He de reconocer que he vivido mucho y tengo suficiente calle para poder enfrentar situaciones tan adversas como esta. Así que empecé a platicarles a mis compañeros y futuros asaltantes mis planes de fiesta en la ciudad de La Paz. Les dije que conocía al dueño de un bar en el que sobraban las mujeres hermosas y sencillas. Les dije que mi plan era llegar a La Paz, comer, y después encerrarme en ese bar cobijado por las cervezas y las mujeres. Parece que esa combinación le resulta irresistible a la mayoría de los hombres, porque en cuanto extendí la invitación para mis acompañantes ellos no dudaron en aceptar gustosos, al cabo eso de robarme mi camioneta supongo no era de urgencia.

Quedaron felices como niños en Navidad cuando les dije que llegando a Loreto compraríamos cerveza y botanas para empezar la fiesta lo más pronto posible. Fue gratificante ver sus caras emocionadas, era como ver parpadeando el letrero de Salida de emergencia, después de andar por un corredor largo y obscuro. El camino a Loreto me pareció más largo de lo habitual, a pesar de manejar a una velocidad muy superior a la que conducía con regularidad. Por fin llegamos a Loreto, me detuve en un minimarket  a la orilla de la carretera, les di un billete de 500 pesos y las instrucciones precisas de lo que compraran, ellos solo asentían mientras descendían de mi vehículo. Caminaron 15 pasos hacia la entrada del market y en cuanto la puerta se cerró en sus espaldas puse Drive y aceleré como si mi vida dependiera de ello, literalmente. Atrás quedaron los dos aspirantes a pillos, y mis 500 pesos que considerando la situación eran un precio de risa por mi libertad. Ya avanzado el camino me percaté que las grisaseas pertenencias de los pillos se habían quedado en la camioneta. Sentí un poco de pena por quedarme con ellas, porque a final de cuentas yo no me dedico a eso de robar.

Llegué a La Paz a las 4.18 de la tarde, mi clienta ya se encontraba francamente desesperada, porque le urgía entregar el regalo a su pequeña.
Entre los trámites de compra venta, la comida, y obviamente la entrega de los 8,000 dólares en efectivo se nos pasó el resto de la tarde. Tal como era la costumbre pedí que me llevaran al aeropuerto para tomar el vuelo hacia Tijuana y regresar a mi casa lo antes posible. Para mi mala fortuna ya no había lugar disponible en el vuelo de esa noche, así que tendría que esperar hasta el día siguiente, o tomar un largo vieja en autobús.

La Paz tiene pocas cosas relevantes, pero hay una de ellas que vale por muchas, sus prostitutas. Por alguna razón se concentran ahí mujeres de variadas nacionalidades y múltiples atributos que abastecen la demanda del turista extranjero que viaja desde Los Cabos para escapar de ese ambiente familiar y decente que se padece en Cabos.

A veces tengo momentos de lucidez en mi vida y esa noche me llegó uno de ellos. Entendí perfectamente el peligro que corría yo al permanecer en el área después del asunto de los pillos abandonados, y también entendí el inminente peligro que corrían esos 8,000 dólares si se me ocurriese mezclarlos con las prostitutas.

Así que brillantemente opté por pedir que me llevaran a la central camionera y emprender el viaje de 24 horas que me llevaría de regreso a mi vida cotidiana.

El autobús partió puntual a las 8.00 pm, aproveché el exceso de lugares vacíos para ponerme cómodo y dormir un poco. Desperté al detenernos en la ciudad de Loreto para recoger un quinteto de personas. Terminé de despertar al ver que dentro de los nuevos pasajeros abordaba una mujer joven, alrededor de los 24 años, rubia, considerablemente guapa y evidentemente extranjera.
El autobús continuo su marcha pero yo no pude regresar al sueño, porque ahora lo que me entretenía era la realidad. En medio de la nada y de una noche muy oscura nos detuvimos en un retén militar, atendido por una docena de soldados que nos invitaron a descender del camión para revisarnos y revisarlo.
Todo estaba en orden excepto por la joven norteamericana, a la cual los soldados le habían encontrado un porrito de marihuana. Desde la distancia observaba la escena, los soldados intentaban explicarle a la joven que había violado las leyes mexicanas, y ella a su vez intentaba explicarles lo inofensivo que resultaba un porrito. Cada quien evidentemente en su propio idioma.

Las pertenencias de la joven fueron extraídas del autobús y el chofer nos informó que continuaríamos la marcha sin ella. 

Siempre he sido débil de corazón, sobre todo cuando de mujeres indefensas y hermosas se trata. Me acerqué a dialogar con los soldados, los cuales se mostraban reacios a tratar el tema conmigo. Yo empoderado con los miles de dólares en la bolsa, sutilmente deslice la idea de que quizá podríamos llegar a un acuerdo que resultara bueno para todos. Ellos me informaron que quizá sería posible, pero no en ese momento, ya que el Teniente no se encontraba en ese momento en el lugar, así que habría que esperarlo y evidentemente eso significaba dejar ir el autobús y mi esperanza de regresar pronto a mi casa.

Odio las injusticias, y amo a las mujeres hermosas, me dije, al tiempo que bajaba mi maletín del autobús. La joven mujer lloraba mientras yo le explicaba su situación, misma que por primera vez se la explicaban en perfecto inglés. Temblando me abrazó efusivamente para agradecerme el gran gesto que había tenido para con ella.

Horas más tarde llegó el susodicho Teniente, conversamos y llegamos al acuerdo para cambiar dinero por libertad. Esperamos a que llegaran la mañana y el siguiente autobús. La espera en libertad nos dio el tiempo para charlar y acercarnos. A la llegada del camión abordamos y ocupamos asientos contiguos. Así continuamos nuestra marcha hacia la ciudad de Ensenada. Quizá como agradecimiento o por sentirse protegida ella permanecía prácticamente abrazada a mí, mientras yo disfrutaba el tacto de su cabello rubio. Me contó que vivía en Lexington, una pequeña ciudad de Nebraska, en el centro de los Estados Unidos, que recién había concluido sus estudios universitarios y por ello había realizado el viaje con sus amigas de carrera, mismas que seguían en la Baja Sur, pero ella por simple antojo decidió regresarse a Ensenada. Escucharla contar sus historias era casi hipnótico, diría que parecía un sueño, pero correría el riesgo de sonar cursi. Me dijo que tenía la intención de permanecer un par de días en Ensenada y después partir de regreso a Lexington.

El viaje de regreso resultó terriblemente rápido. En mucho menos tiempo del que yo hubiese deseado nos encontrábamos ya descendiendo del autobús en la terminal de Ensenada, la invité a comer y aceptó gustosa, alargamos la comida lo más que nos fue posible, evidentemente ninguno de los dos quería cometer la grosería de proponer la despedida.

Recuerdo muy bien que fue ella quien dijo: Sería lindo que pudieras quedarte.

No necesitaba más para permanecer a su lado por dos días
.
Rentamos una habitación y avisé a mi familia que me retrasaría un par de días más.

Es muy probable que nunca les suceda algo así como lo que nosotros vivimos ese par de días, nos platicamos tanto que terminamos conociéndonos mejor que nadie. Bebimos, retomé por invitación suya mi viejo vicio del cigarro, y claro, hicimos el amor.
A esos primeros dos días le siguieron dos más y otros dos más.

Esa semana vivimos nuestra propia historia en nuestro propio mundo, le conté mi vida desde mi primer recuerdo hasta el anécdota de los bandidos abandonados. Ella por su parte me confesó que a su regreso le esperaba una dura tarea, enfrentar una rara enfermedad recién diagnosticada, Esclerosis Múltiple. Nunca tuve tantos deseos de proteger a alguien como a ella ese día.
Al final se habían agotado los pretextos para no regresar a nuestros reales mundos y llegó el día de despedirnos.

Me bañé y me arregle con desgano y con tristeza, me perfumé, la besé y le dije que era tiempo para que se bañara. Ella me abrazó con fuerza y me dijo que no quería hacerlo, porque sabía que cuando ella se metiera a bañar yo me iría para siempre. Le dije que eso no iba a suceder, que no sería tan cobarde de hacer algo así.

Se reconfortó un poco, tomó un papel, anotó su número y dijo llámame. Me dio un largo beso y entró a la ducha. Con los ojos inundados aproveché el momento y me fui, como tenía que ser, como el cobarde que soy.
Abordé un autobús de Ensenada a Mexicali y no paré de llorar en todo el trayecto en ese solitario camión.

Llegué a casa después de un viaje de dos días que se convirtieron en ocho, al abrir la puerta mi esposa me esperaba con la peor de sus caras y sus palabras ¡Por fin llegas cabrón! Al tiempo que cerraba la puerta de un portazo. Yo no lo dije, pero pensé: No me digas nada y abrázame que vengo muy sensible.

El papel con el teléfono desapareció al tiempo, víctima de mi descuido voluntario. Nunca me atreví a desafiar al destino.

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